El Área protegida de Dzanga Sangha, en República Centroafricana, es una de las últimas selvas intactas del continente africano. Gorilas, elefantes de selva, leopardos y la nación Baaka conviven aquí en un frágil equilibrio amenazado por la caza furtiva, la deforestación y la guerra. Este ensayo fotográfico documenta la lucha para salvar uno de los últimos tesoros naturales del continente africano.
El lomo plateado de Makumba refulge en la espesura. Con sus 200 kilos y su penetrante mirada nadie le tose en Dzanga Sangha. Supera la treintena y entre los 8 gorilas de su manada todos tienen claro quién es el jefe.
Makumba significa ‘velocidad’ en baaka, la tribu pigmea con la que conviven a diario los colosales primates herbívoros de esta selva entre República Centroafricana, Camerún y Congo. Al macho alfa lo bautizaron así los rastreadores baaka al ver lo rápido que huía de ellos cuando arrancó el «programa de habituación de primates», allá por el año 1997, que ha convertido a la región en uno de los pocos lugares del planeta, junto con Rwanda, Uganda y Virunga (RDC) para la observación de gorilas en libertad. Unas 400 personas se acercan cada año hasta este remoto rincón del mundo sólo para vivir esa experiencia.
«Aquí tenemos muchísimos gorilas y gracias a nuestro programa de habituación la gente pueda venir a observarlos», explica Luis Arranz, el hombre al frente del Parque Nacional de Dzanga Sangha. Este biólogo canario de 62 años, exdirector de reservas naturales en Guinea Ecuatorial, Chad y República Democrática del Congo, lleva año y medio dirigiendo esta área protegida, gestionada de forma compartida por WWF y el Ministerio de Aguas y Bosques de República Centroafricana. «Este proyecto con los gorilas es clave para el futuro de Dzanga Sangha ya que nos permite potenciar el turismo y caminar hacia la sostenibilidad de nuestros proyectos de conservación e investigación». Es decir, generar ingresos para la conservación y el desarrollo socioeconómico de la zona.
Oculto entre la maleza, Makumba disfruta de un banquete de fruta sin dejar de observar, siempre alerta, a su familia. Su penetrante mirada es un aviso a navegantes. «Tolero vuestra presencia, pero que nadie se pase», viene a advertir. El sonido de unas ramas rotas rompe su concentración. Inguka e Inganda, los gemelos de dos años que tuvo con Malui, una de las tres hembras del grupo, surgen de la espesura.
Malui es el término baaka para ‘orejas’, particularmente protuberantes en su caso, aunque bien pudieran haberse inspirado en su nariz en forma de T, rasgo que han heredado sus cinco hijos de Makumba. El parto del primogénito, en diciembre de 2007, fue la primera vez que se pudo observar el nacimiento de un gorila occidental de las tierras bajas, clasificación científica para esta especie. Para la ocasión, Malui se construyó un paritorio en las gruesas ramas de un árbol a 15 metros del suelo. Lo hizo sola, vigilada de cerca por el padre, que se alimentaba del fruto de un árbol vecino, y por los adultos más jóvenes, atraídos por tan infrecuente evento.
Dadas las circunstancias, no es extraño que el ministro de Turismo, llevado por la excitacion, decidiera llamar al bebé Mowane, ‘regalo de Dios’. Los baaka, más conectados a la selva en sus creencias y tradiciones –adoran a Eyengui, el espíritu del bosque, omnipresente en la espesura–, lo llaman Tembo, la especie arbórea sobre la que vino al mundo.
Al igual que sus hermanos y hermanastros, Tembo ha crecido acostumbrado a los humanos. En ocasiones, incluso, intentan jugar con los visitantes. Situación que los guías evitan alejando a los forasteros. La experiencia consiste en observarlos, no en tocarlos y tratarlos como mascotas. Por no hablar del riesgo de transmitir enfermedades.
Alcanzar este grado de familiaridad con los gorilas no ha sido sencillo. Requirió diez años de trabajo –los primeros turistas llegaron en 2002 – y la implicación de la nación baaka. «Son los únicos que pueden seguir a los gorilas –recalca Luis Arranz–. Su papel es clave para el programa de habituación de primates».
La selva, para los baaka, es su patria y su profundo conocimiento los hace imbatibles a la hora de localizar especies en un lugar de frondosidad apabullante y visibilidad limitada. El rastro de los gorilas es elusivo y seguir sus huellas por la densa capa de hojas muertas que cubre el suelo no está al alcance de observadores inexpertos. Los primates, además, recorren largas distancias en su frutífero peregrinar por el bosque tropical.
Cada mañana, un equipo del programa parte con el sol en busca de la manada de Makumba hasta el mediodía, cuando llega el relevo y un segundo grupo prosigue la observación. Buanga es uno de esos baaka cuya tarea es capital para localizar a los gorilas y llevar de regreso sanos y salvos a los visitantes. Hoy, el rastreador observa divertido las traviesas evoluciones de los gemelos de Makumba y de Malui. Para él, son como de la familia. Pasa largos días tras ellos y recopilando datos clave para los científicos del programa de habituación.
La implicación de los baaka en la conservación de la selva y los gorilas es su última esperanza como pueblo amenazado. El sustento de esta tribu milenaria, cuyo número apenas supera hoy los siete mil individuos dentro del Área protegidas de Dzanga Sangha , está en peligro. Su existencia, sus tradiciones y su identidad están ligadas de forma indisoluble a la selva, a su equilibrio con ella. Nuevas perturbaciones, sin embargo, alteran al espíritu del bosque.
Además de los gorilas, leopardos, búfalos, antílopes, chimpancés y una de las mayores colonias de elefantes de selva de África –4000 ejemplares según el último censo–, forman parte de la inmensa y codiciada riqueza de Dzanga Sangha, uno de los ecosistemas africanos de mayor biodiversidad. En la salina de Dzanga Bai, en el sector del parque abierto al turismo, es fácil encontrarse a cientos de elefantes socializando a cualquier hora del día. No existe otro lugar en el mundo donde se repita este fenómeno. Un privilegio que es, por otro lado, un gran talón de Aquiles.
«Todavía no sufrimos la caza furtiva profesionalizada, como en Gabón, Garamba, Congo y otros lugares donde se libra una verdadera guerra. Aquí el furtivismo es local, pero con todos los elefantes que tenemos, el otro llegará pronto –lamenta Arranz–. Debemos prepararnos. A día de hoy no tenemos hombres ni armas ni la formación necesaria para hacerle frente a un furtivismo real. Esto es una carrera a contrarreloj. Yo estoy intentando formar a los guardias y tener los recursos para estar listos para cuando lleguen, de lo contrario si no estamos preparados para entonces lo pasaremos muy mal». Las consecuencias ya son perceptibles para los baaka, como se puede comprobar al acompañar los en una de sus expediciones cinegéticas.
Anisé lidera un grupo de 20 baakas, hombres y mujeres, que se adentran en la jungla en busca de comida y plantas medicinales. Carga una red y una lanza y camina rápido. Ténues rayos de sol se cuelan entre la niebla. Reina el silencio, roto por un leve silbido suyo, imitando el canto de un pájaro. Los baaka se despliegan. Unos cuelgan redes, otros las tensan y los portadores de lanzas y ramas forman un arco. Un nuevo silbido y un orfeón de aullidos retumba en la espesura. Todos gritan y golpean sus lanzas por unos minutos. Anisé recorre entonces las trampas. Un día más, la selva no ha podido cumplir con su labor proveedora de sustento. «El bosque es nuestro –sentencia Anisé–. Yo nací aquí y mi gente vivía de lo que proveía la selva, pero cada vez es más difícil conseguir carne. Es culpa de los furtivos».
Ante este panorama, muchos baaka han abandonado Dzanga Sangha en busca de alternativas. La crudeza de la realidad de la República Centroafricana, sin embargo, supera con creces a la dureza de la selva. «Son considerados ciudadanos de segunda. Nadie los tiene en cuentan. Los explotan, los maltratan y son tratados como esclavos por la población Bilo –cuenta Emilia Bylicka, una doctora polaca del hospital de Monassao, comunidad construida hace 40 años por la iglesia de su país para atender a los baaka que abandonan la selva–. Están perdidos. Pasan de vivir en la selva a un país colapsado por la guerra. Es triste ver como se autodestruyen con el alcohol».
La estadounidense Liz Hall, una antropóloga que lleva año y medio tratando con ellos, tampoco es optimista. «Su futuro está ligado al de esta selva –afirma–, pero las nuevas generaciones ya no entienden el bosque». Algo que intenta mitigar el proyecto Ndima Kali, creado por WWF para preservar las tradiciones baaka fomentando el intercambio generacional. «Mis padres me enseñaron sus secretos y yo a mis hijos y nietos –cuenta Anisé–, pero hoy éstos deben aprender la educación del mundo exterior para sobrevivir».